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En aquel pueblito blanco de la sierra solo había un bar. Un bar típico con sus suciedades, sus oscuridades, sus jamones, sus clientes habituales que hablan y juegan al dominó, su televisor y su baño impresentable, imposible, maloliente y minúsculo. Pero con una terraza pequeñita muy hermosa con vistas a las empinadas y recoletas callejuelas del pueblecito. Una hermosura.
El día anterior había ido a comer allí con la familia, éramos muchos y pedimos poco. A veces pasa, unas pedimos mucho, otras poco. En todo caso, siempre hay polémica. La polémica forma parte de las comidas familiares como el pan y la sal. Polémica y luchas intestinas que ríete de la guerra civil.
Nos pusieron tres enormes y grasientos platos con huevos fritos, patatas fritas (de verdad) y jamón serrano presentados de manera desordenada, que quitaban el hipo. Nos matamos por ellos y después de matarnos, decidimos pedir varios platos más para poder disfrutar de ellos sin atragantarnos. Sabia decisión aunque acabáramos de comer a las cinco de la tarde.
Mi primera intención era la de no comer mucho pero esa intención delante de algunas delicias como aquellas, siempre es inútil. Ya he aceptado que jamás me quitaré los kilos de más.

Aquel día me desperté a las 8 de la mañana y aunque tenía ganas de precipitarme al bar a desayunar, dejé pasar el tiempo hasta las 9 pensando que no estaría abierto. Comprobé que mi intuición era cierta cuando decidí pasarme por la plaza a ver qué pasaba. Silencio total. Desolación. Estaba cerrado. Ni un alma por allí. ¿Habría pasado algo? ¿Era eso normal?
Decidí darme un sano paseo por el pueblo y el campo para abrir el apetito y merecer el desayuno. Ah, el fresco de la mañana, ah el aire del campo…
Volví a las 10 pero seguía cerrado y en mi cabeza se acumulaban insultos de todo tipo porque no había otro sitio donde desayunar y tenía ya bastante hambre. Le pregunté a mi cuñado que vivía allí que qué pasaba y me dio esta sencilla aunque vaga explicación: a veces abren, otras no y no tienen una hora clara de hacerlo, si trabajaron mucho ayer, quizás tarden en abrir.
Quizás, si, puede que, a lo mejor, con suerte…
Medité mucho sobre las diferencias entre el campo y la ciudad, sobre la calma de unos y el estrés de otros mientras intentaba no desesperarme por el ruido y la impaciencia de mi estómago, órgano que va por su cuenta y no obedece a mis órdenes por más que quiera.
La verdad, pensaba: ¿cómo se puede vivir en un sitio así, en el que no se sabe a qué hora abren sus establecimientos? ¡Qué incertidumbre! ¡Qué sinrazón!

Creo que a las 11 o así abrió el hombre y me precipité al interior suplicándole que me pusiera lo que fuera. Al rato apareció con una tostada de pan de pueblo con aceite, tomate y jamón de esas de antología y la disfruté con un placer y una voracidad inauditas, dando gracias al cielo por haberme dado la existencia, tomando el sol (era un día espléndido de sol en pleno invierno) y observando el panorama, reconciliándome con el mundo en definitiva. Olvidé todos mis planteamientos anteriores y todos los planteamientos en general y me entregué a la vida.
Salí de allí con una sonrisa de oreja a oreja y dejé de criticar y de hacer preguntas inútiles.

2 thoughts on “Alicia Jiménez – El bar del pueblo

  1. ALICIAAAAAAAAAAAAAA QUE TAL!!!!!!! Me tienes que decir que pueblo es en el que se encuentra ese bar, y decirme que bar es, porque tengo que ir para allá a comerme yo solo un par de platos de esos con huevos fritos :P.
    SALUDOOOOOOOOOOOOOS

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